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Se percibía una especie de letargo en el ambiente; quizá por las horas, quizá por el calor, o quizá por los tiempos que corrían.
Desistió de arrastrar su cuerpo y sus bultos por el autobús urbano, así que tomó un taxi aun a sabiendas de que tendría que aliviar buen peso de la cartera. Como era costumbre y pese a la poca locuacidad que lo acompañaba en ese momento, intentó charlar con el taxista: siempre lo hacía, como cortesía hacia quien llevaba horas dando vueltas por un jornal y a sabiendas de que muchos viajeros apenas se apercibían de que al volante iba un ser humano; les tiraba un cebo de conversación, para lo cual la radio era buena chispa de inicio (fútbol, política, entretenimiento, incluso música), y en función del entusiasmo, contenido y duración de la respuesta orientaba lo que decía hasta llegar a destino. Esta vez, se arrepintió de no haber cogido el bus.
Se cruzó con un vecino bajando la basura, que con más compromiso que convicción le sujetó la puerta y por toda despedida emitió un mugido.
Bajo el grifo de agua fría encontró el primer estímulo gratificante en muchas horas. Por toda cena: algo de sobras que encajaron en el vacío estómago como ambrosía. Continuando esa línea ascendente de bienestar en la que había entrado desde que llegó a casa, algo de John Coltrane y Nat King Cole para amenizar el ambiente mientras navegaba un rato por foros y mentideros deportivos. Cualquier cosa no intelectual era aceptable.
El teléfono no paró de recibir whatsapp en toda la tarde por cómo había ido y aún seguía: contestados, las personas importantes para las que era importante; pendientes, el resto.
Y, al fin, muchos kilómetros, horas y tensiones después, la paz de su almohada bajo la cabeza. Una paz demasiado grande para lo que había pasado. Una paz muy reveladora de lo que en el fondo de su ser quería que pasase.